Autora: Rosa Fernández Pérez.
Hace años que la concepción de las empresas ha cambiado. Su definición puramente económica ha desaparecido, para dejar paso a la consideración de empresas como entes sociales. Es claro que estas entidades juegan un rol social, ya que crean productos para la ciudadanía, utilizan los servicios de la sociedad como es su mano de obra, adquiere materias primas que pertenecen a todos los individuos, participan en la vida diaria de un lugar y deciden sobre cuestiones que tienen consecuencias en la vida cotidiana de las personas.
Esta corriente de pensamiento que está instalada actualmente, se refiere a un conjunto de responsabilidades empresariales, que van más allá de lo puramente económico. Archie Carroll, en 1979, determinó que las responsabilidades de los negocios abarcan las expectativas económicas, legales, éticas y filantrópicas. Este fundamento ético en la actuación de las empresas debe tener en consideración a todos los grupos de interés (Freeman, 1983). Esto grupos de interés son “aquellas personas o grupos que pueden incidir en los objetivos de la empresa o verse afectado por las operaciones de la misma” (Freeman, 1983). Algunos ejemplos de grupos de interés de una empresa son, los consumidores, proveedores, medio ambiente, ciudadanos, trabajadores, entre otros.
Esta evolución de las empresas desemboca en el concepto de Ciudadanía Corporativa. Este concepto supone el establecimiento de una cultura empresarial que busca un compromiso ético por parte de las corporaciones. Esta actuación legitima la actuación de estas empresas frente a la sociedad (Wartick & Cochran, 1985; Neu et al., 1998; Hooghiemstra,2000; Deegan, 2002). Esta legitimación la concede la sociedad, que también la puede quitar, de varias formas, como puede ser, no comprando en los negocios que considera, manifestándose en contra de la empresa, denunciándola, etc…
Después de esta introducción, queda claro que, como ciudadanía, tenemos la potestad de elegir a quién comprar, con quién relacionarnos y cómo posicionarnos en contra de cualquier tipo de actitud de una organización que no nos favorezca.
¿Qué ocurre cuando esta organización es pública? Ocurriría lo mismo. Pero esto es aún más obvio ya que, las entidades públicas, por definición, son entes sociales que buscan el bien común.
Por otra parte, hemos de aclarar el concepto de “institución pública” y no confundirla con la “institución política”, que pertenece al partido político que gobierna en cada uno de los momentos. Lo político es temporal (el tiempo de mandato) y la institución pública es permanente en el tiempo. La institución pública tiene como objetivo la búsqueda del interés común de toda la ciudadanía y esto, debe venir acompañado de políticas que redunden en su beneficio. Con esta actuación, la institución pública debe procurar la confianza de la sociedad.
Por tanto, las políticas dirigidas al bien común deben pensar en las personas de forma integral. Pensemos, por ejemplo, en la política sanitaria. Lo sanitario no es solo curar, es ofrecer todas las herramientas posibles a las personas para que su forma de vida sea saludable. Esto puede ser, cuidar la contaminación para disminuir los problemas pulmonares, favorecer espacios de ocio y deporte que las personas mejoren su estado físico y psíquico, informar e incluso, eliminar del mercado, productos que sean perjudiciales para el organismo, etc….
Las políticas públicas deben favorecer, en todo momento, una vida “vivible” de la forma más plena posible. Una vida que permita disfrutar de nuestros hijos, de nuestros padres, de nuestras amistades, de nuestros descansos, de nosotros mismos, en definitiva, de todo aquello que nos permita ser felices.
Desde hace ya tiempo, pareciera que nuestra vida únicamente está orientada a la “producción”. Parece que solo se cuida nuestra parte de nuestra existencia en la que producimos para un mercado que nos devora. Los padres no pueden disfrutar de sus hijos pequeños, porque el mundo laboral, exigente, obliga a tener guarderías, familiares o personas contratadas que cuiden, conozcan y se diviertan con nuestros hijos. Los jóvenes, tienen que trabajar en multitud de empleos que, además, no son suficientes para vivir de una forma digna. Los mayores, los que ya salen del mercado laboral, se convierten en “invisibles” y en una “carga” para esta sociedad productiva. En este momento se produce la búsqueda de dónde «aparcarlos”. Los hijos no pueden acompañarlos porque el mercado laboral no lo permite, así que, igual que a los niños, se les buscan personas contratadas o residencias que atiendan sus necesidades básicas. Solo las necesidades básicas, porque el cariño, el abrazo, la sonrisa, y el ánimo no lo pueden disfrutar con quienes les gustaría hacerlo. Esto nos debe hacer reflexionar que, a pesar de ser personas nos hemos olvidado de nuestra faceta emocional. Nos hemos olvidado del aspecto que nos diferencia de la materia.
El mundo productivo fagocita nuestra verdadera existencia y ahí estamos, alimentando este mundo. Queda en nuestras manos cambiar esto, si es que de verdad queremos.